La mejora de los resultados educativos es un propósito explícitamente formulado, tanto en las intenciones de las reformas como en las manifestaciones de los distintos agentes concernidos. De ahí la relevancia de conceptos como los de calidad y equidad, considerada una evolución del principio de igualdad de oportunidades. Tenía que ver este, en su primera formulación, con la igualdad de oportunidades de acceso, toda vez que se pretendía garantizar un puesto escolar, sobre todo en la educación obligatoria, a la población escolar que debía cursarla. En tal caso, una presunción era característica: asegurada la asistencia a la escuela, esta presencia, por sí misma, ya adelantaba la posibilidad de alcanzar logros relevantes de la escolarización. Sin embargo, estudios e investigaciones de la sociología de la educación reiteran, desde hace no pocas décadas, que la escuela, más que compensar las desigualdades de origen, las mantiene o reproduce como consecuencia de las insuficientes respuestas educativas compensadoras. Así, de las conversaciones entre dos pensadores radicales y críticos con la institución escolar, Iván Illich y Everett W. Reimer, este último publicó, a comienzos de los setenta del pasado siglo, La escuela ha muerto. Alternativas en materia de educación, con una categórica, a la vez que retórica, aseveración en el título.
De ahí que la calidad educativa, en su amplitud de concreciones, se aplique asimismo a la consecución de la justicia social. Razón, entre otras, por la que la igualdad de oportunidades de acceso se ha transformado en la igualdad de oportunidades de éxito escolar. De modo que la equidad debe llevar a la oferta de respuestas educativas que sean consonantes y adecuadas a las distintas capacidades del alumnado, a partir de una finalidad principal: cada alumno ha de alcanzar el mayor grado de éxito que permitan sus capacidades, sin uniformidades cerradas ―llevar por el mismo rasero― que, al cabo, son inequitativas.
La mejora de los logros escolares, entonces, tiene no poco que ver con esas extendidas y diversas posibilidades de éxito y un factor determinante para ello, desde el ámbito de las respuestas educativas, son las interacciones en el aula y el desarrollo de las prácticas docentes de enseñanza a partir de los procesos de aprendizaje del alumnado, que no al revés. Es evidente, pero importa recordar lo obvio, que las respuestas educativas están determinadas por la insuficiencia de medidas y respuestas en otros ámbitos. Sin embargo, concierne a la escuela, y por eso el anticipado cuestionamiento de la escolarización, ofrecer, entre la variedad de las respuestas educativas propias, aquellas que resulten más equitativas, y ha de contar, a tal fin, con los recursos o condiciones que lo propicien.
Resulta difícil obtener conclusiones que asocien directamente el desempeño directivo con la mejora de los logros escolares del centro
Conclusión manifiesta y generalmente admitida por evidente es esta: la mejora de los logros escolares tiene una directa relación con las prácticas docentes del profesorado en las aulas. ¿Cómo es posible, así, la influencia de la dirección de los centros? Tras el indicado factor principal, el ejercicio directivo le sigue como elemento destacado, si bien con una influencia indirecta. Esto es, resulta difícil obtener conclusiones que asocien directamente el desempeño directivo con la mejora de los logros escolares del centro. Aunque sí cabe considerar qué variables influyen en las prácticas docentes, con clara incidencia en la mejora de los resultados educativos, y, una vez identificadas, apreciar el modo en que la dirección de los centros puede reforzarlas y, con ello, incidir, de manera indirecta, en la mejora de los logros del alumnado.
Tres son, en definitiva, los aspectos que permiten la mejora de las prácticas docentes: el primero y decisivo es la cualificación profesional, a partir de la formación inicial y permanente del profesorado; le sigue la implicación y el compromiso con el ejercicio docente, que puede entenderse como el liderazgo profesional; y, en menor medida, frente a lo que suele pensarse, las condiciones de trabajo. Aunque no resulte difícil advertir que, por óptimas que fueran estas últimas, poco bastarían, por sí solas, sin cualificación e implicación profesional.
Así las cosas, el grado de influencia de la dirección en los aspectos anteriores es inverso al efecto de estos en la mejora de las prácticas y, por ello, de los logros escolares. Es decir, la dirección de un centro no puede influir en la formación inicial del profesorado, y solo auspiciar o estimular, pero no asumir, la formación permanente, cuando este primer aspecto resulta determinante. Sí es más propia de la dirección, y de manera más factible, la adecuación de las condiciones de trabajo, pero la influencia de este aspecto es menos significativa si no se acompaña de los restantes. Luego, el modo que queda más alcance de la dirección y tiene una influencia intermedia, si bien efectiva, en la adecuación de las prácticas docentes, que conducen a mejora de los logros educativos, no es otro que el de favorecer y predisponer la implicación profesional.
Como perspectiva para esto último, puede adoptarse la del liderazgo extendido o distribuido, que se abre con la propia cultura del liderazgo. No se trata, con ello, de repartir cometidos y funciones directivas, sino de difundir el liderazgo como asunción compartida que lleva tanto al idóneo ejercicio de la dirección como a la adecuación y mejora de las prácticas docentes, ya que el liderazgo se asimila al compromiso con el desarrollo profesional. Esta es la influencia y la contribución más determinante de la dirección de los centros ―sobre la que habrá que volver, para reparar en sus condiciones de ejercicio―, a fin de que la mejora de los logros educativos materialice de algún modo las grandilocuentes declaraciones de intenciones y afiance el sentido de la institución escolar.
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