Frida siempre fue Frida aunque en su registro de nacimiento pusiera Alfredo y aunque ni ella ni nadie a su alrededor supieran qué era una persona trans. Ella lo supo después de años, muchos, “el nombre”, solo el nombre, la definición: mujer trans. Lo demás, no. Ahora, con 44 años, Frida Cartas, mexicana nacida en Mazatlán, en el estado mexicano de Sinaloa, ha publicado un libro que no iba a ser un libro sino “un regalo” a su madre, Lubia, “para que nunca murieran esos recuerdos”. Por muy oscuros que fueran, porque Transporte a la infancia (Almadía, 2023) es amor pero también es violencia en un equilibrio que a veces estuvo a punto de no mantenerse, dentro y fuera de casa, y atravesado siempre por la clase social: “maricón”, “puto”, “joto”, violaciones, abusos, maltrato, desprecio y humillaciones a las que fue sometida por compañeros y compañeras, niños y niñas, adolescentes y adultos, también su padre, y que esa mujer, su madre, amortiguó con lo que ella dice fue “una defensa a garra”.
Pregunta. En el libro hay un constante contraste entre muy distintos tipos de violencia y el amor de su madre, también de sus hermanas.
Respuesta. Es muy doloroso, es también un libro de heridas, pero el proceso de escribirlo fue muy sanador y de tomar mucha conciencia de que hay cosas que van a quedar abiertas y está bien dejar de sentir culpa porque no he podido sanar algunas de esas cosas.
P. Algunas no eran solo fuera de su casa, ocurrían dentro.
R. Lo que sucede al interior de casa rebasaba mucho de lo que a veces podía asumir. Normalmente sentía que podía respirar dentro de casa y no en la calle, pero a veces sentía que necesitaba salir porque donde no podía respirar era dentro. Hoy [este martes] es 12 de diciembre, es el día de la Virgen de Guadalupe, la más representativa de México. Cuando era pequeña le rezaba a la virgen “me quiero morir, me quiero morir”, le pedía si en Navidad me podía traer de regalo la muerte, si me podía ir al cielo con ella. Mientras escribía este libro pensaba en qué tiene que pasar para que una niña de 10 años se quiera morir.
P. El suicidio o el intento de suicidio entre menores es algo de lo que se habla cada vez más.
R. Sí, también escribiendo este libro salieron datos: ahora, en México, tres niños se suicidan cada día y no tiene que ver con lo trans, sino con depresión, dolor, tortura. El mundo es muy cruel con las infancias, no solo en mi país sino en el mundo: guerras, desplazamientos forzosos, migración.
P. ¿Cómo de importante es la protección de madres y padres en ese contexto al que se refiere, y en su experiencia propia?
R. El mayor énfasis debe estar en cuidar la salud mental de esos futuros adultos. Cuando además hay una diferencia sexual, hay un problema de culpa y de vergüenza, que no es natural sino naturalizado. El acompañamiento de mi mamá era muy amoroso, a garra, pero no tenía esa pedagogía para poder explicarme por qué no estaba mal quién era yo, no podía ayudarme a la vergüenza y la culpa. Creo que es necesaria una combinación pedagógica, no sé si académica, pero saber nombrar lo básico, como el “abc” de lo trans; y a la vez no soltar esa garra, esa defensa para quienes son más vulnerables, niños y niñas sean cisheteros o gays o lesbianas o trans.
P. ¿Y socialmente, cómo de necesaria cree que es esa pedagogía?
R. En lo que estamos viendo ahora, confrontaciones políticas y de discursos, me parece que no hay siquiera una disponibilidad de entender esta diferencia, sino más bien hay todo un arrojo por criminalizarla y satanizarla. Hay que dejar de criminalizar, porque eso no tiene nada que ver con la pedagogía, sino con algo más humano, más empático, más solidario, con ver que todo el mundo tiene una diferencia. “Tú también tienes cola que te pisen”, que decimos en México.
P. ¿Cómo siente esto dentro del movimiento feminista?
R. Al feminismo llegué sobre 2010, cuando empecé a leer teoría, y me pareció un espacio seguro. Ahora ya no, pero lo que sí me parece es absolutamente necesario. Las disputas vienen de repetir errores de la historia; en algún momento también se atacó a las lesbianas porque se negaban a casarse o a tener hijos. Como dice Audre Lorde, no son las diferencias lo que nos separa, sino la incapacidad de entender estas diferencias. Ha habido mala saña en no querer escuchar, en no querer sentarnos sino solo atacarnos, en lo público y lo mediático, en marchas y manifestaciones.
P. ¿Solución?
R. Sentarnos en lugares más cerrados, sin internet, para poder escucharnos y que no salgamos de ahí hasta que logremos entender que no hace falta ser amigas, pero sí unirse. Creo que la idea del poder ha consumido un poco a muchas feministas, que llegaron primero y lo batallaron mucho, y ahora piensan que una mujer trans le va a quitar ese espacio de poder. Y no es por ahí. Justo una persona trans es la que ha sido azotada por el poder: hay que detonar el poder más que aspirar a tenerlo como estatus.
P. ¿Hay también que detonar ciertas percepciones sobre cómo el feminismo entiende el cuidado o las tareas del hogar? En su libro habla de cómo siempre limpiar y cocinar le gustaba y le quitaba el estrés y cómo siempre se sintió cuidadora, ¿cree que se debía a los mandatos y roles de género?
R. Cuando salgo a la calle con mi novio y su hijo, al que he cuidado desde que nació, todo el mundo nos lee como la mujer cisheterosexual con el esposo y el hijo, y esas lecturas te llevan a esas figuras patriarcales. Pero yo por ejemplo soy bisexual, tenemos una relación abierta y mis cuidados no tienen que ver con roles de género. Esas lecturas sociales no alcanzan a ver esos puntos de fuga de la normatividad. En cuanto a la cuestión de las tareas, el feminismo precisamente me hizo ver que los cuidados [de las personas o del hogar] son un trabajo. Cuando empecé a trabajar cuidando, cocinando, limpiando, fue porque es algo que sé hacer, que me gusta y me relaja, y empecé a monetizarlo. Es trabajo y hay que nombrarlo como lo que es. En mi currículo por ejemplo tengo puesto ama de casa y escritora y a veces en entrevistas ni lo nombran, lo quitan, lo vuelven invisible.
P. ¿Alguna vez quiso ser eso, invisible, por la violencia que la rodeaba? ¿Cuándo se dio cuenta por primera vez de esa violencia?
R. Tendría como siete años cuando desperté una noche con los gritos de una vecina a la que su esposo, militar amigo de mi papá [su padre también lo era] le estaba pegando. Mi mamá despertó y salió corriendo, abrió la puerta a salvar a la vecina, y yo recuerdo que fui corriendo tras ella. En ese momento me di cuenta de que yo pensaba que esa violencia que yo veía como normal, de otras formas pero normal dentro de casa, también era normal alrededor, en los vecinos, y que era normal en el mundo. En la calle me pegaban niñas, niños, niños pequeños me llamaban puto, marica y joto. Cuando me alejé de allí me di cuenta de que yo misma tenía reacciones violentas y erradicar eso es un trabajo muy difícil, no está en el cuerpo como una infección, pero esa violencia te pudre un poco a ti misma. Así fuera autodefensa. Ahora, una parte de esa autodefensa es mi escritura.
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